La palabra yihad significa esfuerzo, lucha, y es el fundamento mismo del Islam. Es el cimiento donde se asienta todo el Din. Al contrario de la mentalidad imperante que entiende la religión en términos de paz espiritual, el Islam propone la acción como vía hacia la realización de los valores a los que aspira.
El mito de la paz espiritual tiene su historia. Cuando Gandhi predica su credo de la no-violencia introduce en Occidente el ideal de la religiosidad oriental basada en un concepto pasivo de renuncia a todo lo mundanal. Esto sirve, sin lugar a dudas, a los objetivos del Imperialismo. Algo parecido ya había sido ensayado durante siglos por la propia Iglesia cristiana, pero sin convicción ninguna, debido a su propia historia. Se intentó convencer de lo mismo a los musulmanes insistiendo sobre su proverbial fatalismo, tan conveniente en momentos en los que eran sometidos a toda suerte de humillaciones. Se lleva al paroxismo del mito la figura de Gandhi: gracias a su política de no-acción y no-violencia, habría logrado la independencia de su país, liberándolo de la dominación británica de la India hasta agotarla. Pero le interesaba más a las autoridades coloniales entregar el país a un ‘pacifista’, asegurándose de este modo la lealtad y obediencia de la ex-colonia. Lo mismo se haría en todos los territorios, prácticamente todo el mundo ocupado por los europeos. El mito convenció fundamentalmente a los propios occidentales, que empezaron a mirar con admiración hacia un Oriente ancestral donde aún funcionaba la práctica de ofrecer la otra mejilla al enemigo.
El Islam era otra cosa: oponía una resistencia enconada a la ocupación de sus tierras. Ahí donde había musulmanes, el colonialismo conquistaba cada palmo de tierra a base de fuego y sangre, incluso una vez “pacificado” el país, los colonos debían estar permanentemente en alerta. No podían reconocer el origen de ese espíritu de lucha con el que los indígenas defendían decididamente sus casas y familias, eran incapaces de comprender qué mecanismos se ponían en marcha aglutinando a pueblos enteros más allá de estructuras burocráticas y estados. Faltos de explicaciones, se justificaron recurriendo al tópico oportuno del sanguinario fanatismo musulmán. Este “análisis” conoció un inmediato triunfo, y legiones de expertos se pusieron a estudiar el fenómeno. Era necesario descubrir las fuentes del problema para atajarlo. Era imprescindible desprestigiar el Islam ante cierto auditorio occidental que empezaba a criticar los genocidios que se perpetraban en nombre de la civilización. El mito de la barbarie musulmana servía a todas las causas: justificaba el fracaso de los misioneros, que no lograban evangelizar a los ‘testarudos moros’; justificaba las masacres de los militares, que no hacían sino defenderse de tribus salvajes que se negaban a ser pacificadas y recibir los dones de la civilización mundial; tranquilizaba las conciencias en Europa, sobre todo la de sus banqueros… Y había que desacreditar el Islam ante los propios musulmanes, había que desarraigarlos para hacerlos inofensivos. Se insistió hasta la saciedad en lo del fanatismo, y toda la historia del Islam fue interpretada bajo la luz de esa clave.
Había que explicar, entre otras cosas, como había podido difundirse el Islam entre pueblos tan distintos. Solo la sed de sangre, connatural al Islam, arrastrando en pos de si a naciones bárbaras deseosas de botín, pudo reclutar a ejércitos con los que conquistar el mundo. El triunfo se debió a la crueldad, el asesinato y la humillación. Los vencidos se hacían musulmanes bajo terribles presiones o para librarse del pago de impuestos. Es suficiente leer cualquier manual de uso en las escuelas para descubrir la pervivencia de esas tonterías. En estas creencias hemos sido educados. El Islam es sinónimo de “guerra santa”…
Lo que sucede en realidad, lo que está en el trasfondo de todo es que la incomprensión y el interés funcionan creando mentiras a las que aferrarse. El yihad, interpretado según los modelos asumidos como propios de la espiritualidad, es frontalmente combatido. A los musulmanes, cuando se defienden, se les acusa de agresividad, terrorismo y violencia, y como el Islam les ha inculcado esa necesidad imperiosa de rechazar las imposiciones, es el responsable directo del fanatismo que impide a los nativos absorber la única civilización posible, Occidente. Hay tanta hipocresía en esto que es difícil analizarlo con sangre fría: ¿cómo aceptar sin más los crímenes que se han cometido tras el escaparate de la bondad europea? Se ha masacrado a pueblos y después se ha dicho, claro, que eran unos salvajes.
El yihad es la respuesta del Islam a todo intento de someter a los musulmanes a cualquier esclavitud. Es el esfuerzo individual y colectivo que debe emprenderse contra las agresiones. El Islam entiende que la vida y la dignidad están por encima de todo, y deben ser defendidas como causa que se antepone a todos los intereses. El yihad tiene un valor supremo: cuando un musulmán lucha por su tierra, está luchando por Allah (swt); cuando combate por su gente, está haciendo un ‘préstamo’ a Allah que se lo devolverá con creces. El Islam es radicalmente solidario y hace suya la causa de todos los oprimidos: la injusticia es enemiga del Din, cualquiera que sea su forma. El tirano es el verdadero tagut, el ídolo a combatir, el demonio contra el que se ejerce el exorcismo del yihad. Esto, que puede parecer ideal, es una constante en la historia del Islam.
Los musulmanes aspiramos al salam, a la paz que es esencia del Islam. El salam no es la propuesta de un pacifismo hipócrita. El pacifismo que predica Occidente, por sanas que sean las intenciones de la gente normal, es todo menos un verdadero deseo de dialogo entre las culturas; es un arma arrojadiza con la que se exige a los pueblos del ‘tercer mundo’ la más absoluta de las sumisiones. En la actualidad, el Islam sufre los ataques de enemigos emboscados en muchos frentes: el peor es el de los Estados surgidos tras las independencias formales, estados concebidos para ejercer el mismo papel coercitivo contra los pueblos y servir a intereses extranjeros. El Islam estará siempre fuera de los mecanismos que Occidente invente para dominar a los seres humanos. Eso es lo que le es connatural, y por ello el yihad formará parte del entresijo más íntimo de los musulmanes. Esa rebeldía brota de modo natural de la idea clara de que Allah es Uno y solo Él es el Señor de los Mundos. La esclavitud, la indignidad, son contrarios a la aspiración del que sabe que solo Allah es el más Grande. El Islam enseña un igualitarismo que se basa en una concepción de la existencia y no en un discurso demagógico.
No sin razón, se ha afirmado que los musulmanes somos radicalmente tolerantes hasta la ingenuidad. El islam siempre ha sido un Din abierto, pronta a recibir las aportaciones de la humanidad entera. Esta actitud está fuertemente enraizada en la personalidad de cada pueblo musulmán. Es suficiente con pasear por un zoco para detectar esta realidad. El Islam, ya lo hemos repetido, es un lugar de encuentros, no una religión ni un dogma; es una aspiración expresada por el Korán mismo que invita a las gentes a hermanarse en lo que les es común, la libertad en Allah. Esa libertad tiene su garante en el yihad, entendido como esfuerzo por superar las barreras que constriñen al ser humano. Por ello, es multiforme. Muhammad (sas) hablaba de los dos combates que debe emprender cada musulmán. A uno lo llamaba yihad menor en dificultad, que consiste en luchar contra los ídolos, las falsedades que reducen al ser humano a la miseria. Al otro lo llamaba yihad mayor en dificultad, que es el afán por superarse, la conquista de la libertad en lo más íntimo de la propia personalidad. Y también enseñaba que esas luchas no tienen techo, que siempre habría alguna mentira que derribar, porque lo radicalmente humano es la acción, la vida como movimiento continuo, el trasiego como finalidad en sí mismo, el trabajo como satisfacción en el que el ser humano trasciende todos los límites y se alza sobre todos los muros y divisa el espacio infinito del que lo ha creado y del que ha brotado.
“Acerca del islam”, por Hisham Arquero.
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